¿Cuánto peso puede soportar una cruz? Esa era la pregunta que giraba en la cabeza de Ana, madre de dos hijos y esposa de un machista pasivo. Ella era una mujer criada bajo costumbres tradicionales donde Mamá estaba encadenada al hogar y Papá era el abanderado de la familia. Modelos que fueron permeando sin necesidad de permitirles el acceso. Esos viejos cimientos desentonaban con el ritmo de vida modernos donde la artimaña propagandistica y los viejos paradigmas aún latentes hacían aún mas pedregoso el camino.
Siempre bajo un implicito código moral prefería guardar en su almacén los pecados de la noche anterior a dejar de disimular con soltura. En un mundo donde los vicios triunfan, difícil es afrontar la batalla sin salir lastimado; así era como ella salía cada vez que intentaba restructurar lo que definido ya estaba. Por eso mismo ser aferraba a la religión, pues, ¿a quién más podía dirigirse cuando nadie la escuchaba? ¿a nombre de quién podía transponer su dolor? Porque ahí es todo traslucido, porque ahí es todo perdón, porque ahí toda humanidad encuentra su desenlace.
Una noche de Junio, en aquel sofocante verano que azotaba la ciudad, ocurriía una de las tragedias que marcaría para siempre la vida de Ana. Temprano en el día, a eso de las 8:00 de la mañana, en esos levantones que se dan para ir al baño escuchó, abajo en la sala, que su esposo e hijo mayor discutian. En ese instante no hizo nada. Había ocurrido tantas veces que lo único que podía hacer era seguir caminando y en el baño cerrar los ojos y esperar que sus rezos aliviaran su pesar.
El hijo mayor era, en orden de ser francos, un idealista neurotico. Siempre con una realidad absurda y esquiva, él aumentaba sus signos de paranoia y ansiedad al consumir marihuana, la cual, lo desaparecia por un instante de aquella pesadilla para crear la suya propia bajo su efecto. Relación padre e hijo era chocante. No podían estar juntos cuerdos menos bajo los influjos del alcohol y el thc, respectivamente. Afortunadamente aquellas palabrerias acabaron minutos más tarde. Por lo regular eran de mecha corta pero sumamente explosivas. Duraban el tiempo suficiente para tirarse el uno a otro sus agravios pero nunca aceptar sus responsabilidades.
Horas más tarde, como a las 9:00 pm, después de haber salido a casa de la suegra y aumentar el kilometraje del coche, notaron que la música estaba excesivamente alta; más de lo normal. Él pegó un grito. Dudando mucho de que se haya escuchado, se dirigio a la cocina en busca de agua para después volver y gritar. Viendo que no surgia efecto se dispuso a subir. La música era insoportable a sus oidos. Siempre se había preguntado ¿por qué las generaciones actuales gustan de oir la música a tan alto volumen? Estando en frente de su cuarto, vio la puerta abierta y distinguio un olor que no era otro más que el de un canuto. Se quedo un momento quieto, pensante, analizando que hacer, considerando si era bueno intervenir o retroceder.
Tras un minuto que parecio horas, se abalanzo a la puerta y diviso en su interior a su hijo, en el suelo, como si estuviera meditando en pose Zen. Sin notar la presencia de su padre siguio farfullando palabras que apenas podía entender él. Siendo un hombre aventado, su reacción fue la de gritar: ¡Apaga ese ruido! Un par de ocasiones sin causar efecto. Entonces, moviendose hacía donde estaba la grabadora, le deconecto. Inmediatamente, como si le hubieran arrebatado un miembro o el suministro de su tanque de oxigeno, abrio los ojos y, en un impulso que fue rapidísimo, agarro por el cuello a su padre y lo impacto sobre la pared todo el tiempo gritando "¡Tú, siempre tú y tus malditas imposiciones! ¡Porque no entiendes que no sere tú!" Aunque realmenta ya lo era.
Su padre, sin reacción oportuna por ese arrebato inesperado, respondió dandole un golpe en la ingle pero este apaenas se movió. Los efectos de la droga más aparte aquella fortaleza que desata el rencor y el dolo, lo hacían amenzador totalmente. Él seguía con su letanía mientras su padre apenas podía distinguir lo que decía, aquellas manos apretaban fuerte su cuello. En ese instante donde todo parecia estar por terminar por su cabeza recorrieron imágenes que iban desde la alegre noticia de su nacimiento y promesa de que nunca le faltaría nada hasta aquellos momentos que con orgullo sonreia al verlo caminar o correr pues la vida empezaba y había mucho por escribir. ¿En qué momento había fallado? ¿Qué había hecho mal? Nunca comprendió que lo material si valor tiene es simbólico, no sentimental, nunca suplira a un abrazo o un beso.
De repente se sintio débil, desvaneciente, como si su cuerpo no aguantar más aquel estrugamiento y deseara desplomarse en el suelo. Su hijo nunca le solto, al contrario, conforme avanzaba el tiempo, se cegaba más con aquel desprecio que no podía ni él mismo controlar. Era como si necesitara acabar con eso de una vez por todas, ya no soportaba más las injurias de su padre. En tiempos de colera, al parecer, la violencia es el don de quien obcecado en su propio veneno busca aliviar sus heridas.
Cuando Ana entro y vio la escena, un grito conmovedor prorrumpió en el cuarto y lagrimas alojaron sus ojos...
Siempre bajo un implicito código moral prefería guardar en su almacén los pecados de la noche anterior a dejar de disimular con soltura. En un mundo donde los vicios triunfan, difícil es afrontar la batalla sin salir lastimado; así era como ella salía cada vez que intentaba restructurar lo que definido ya estaba. Por eso mismo ser aferraba a la religión, pues, ¿a quién más podía dirigirse cuando nadie la escuchaba? ¿a nombre de quién podía transponer su dolor? Porque ahí es todo traslucido, porque ahí es todo perdón, porque ahí toda humanidad encuentra su desenlace.
Una noche de Junio, en aquel sofocante verano que azotaba la ciudad, ocurriía una de las tragedias que marcaría para siempre la vida de Ana. Temprano en el día, a eso de las 8:00 de la mañana, en esos levantones que se dan para ir al baño escuchó, abajo en la sala, que su esposo e hijo mayor discutian. En ese instante no hizo nada. Había ocurrido tantas veces que lo único que podía hacer era seguir caminando y en el baño cerrar los ojos y esperar que sus rezos aliviaran su pesar.
El hijo mayor era, en orden de ser francos, un idealista neurotico. Siempre con una realidad absurda y esquiva, él aumentaba sus signos de paranoia y ansiedad al consumir marihuana, la cual, lo desaparecia por un instante de aquella pesadilla para crear la suya propia bajo su efecto. Relación padre e hijo era chocante. No podían estar juntos cuerdos menos bajo los influjos del alcohol y el thc, respectivamente. Afortunadamente aquellas palabrerias acabaron minutos más tarde. Por lo regular eran de mecha corta pero sumamente explosivas. Duraban el tiempo suficiente para tirarse el uno a otro sus agravios pero nunca aceptar sus responsabilidades.
Horas más tarde, como a las 9:00 pm, después de haber salido a casa de la suegra y aumentar el kilometraje del coche, notaron que la música estaba excesivamente alta; más de lo normal. Él pegó un grito. Dudando mucho de que se haya escuchado, se dirigio a la cocina en busca de agua para después volver y gritar. Viendo que no surgia efecto se dispuso a subir. La música era insoportable a sus oidos. Siempre se había preguntado ¿por qué las generaciones actuales gustan de oir la música a tan alto volumen? Estando en frente de su cuarto, vio la puerta abierta y distinguio un olor que no era otro más que el de un canuto. Se quedo un momento quieto, pensante, analizando que hacer, considerando si era bueno intervenir o retroceder.
Tras un minuto que parecio horas, se abalanzo a la puerta y diviso en su interior a su hijo, en el suelo, como si estuviera meditando en pose Zen. Sin notar la presencia de su padre siguio farfullando palabras que apenas podía entender él. Siendo un hombre aventado, su reacción fue la de gritar: ¡Apaga ese ruido! Un par de ocasiones sin causar efecto. Entonces, moviendose hacía donde estaba la grabadora, le deconecto. Inmediatamente, como si le hubieran arrebatado un miembro o el suministro de su tanque de oxigeno, abrio los ojos y, en un impulso que fue rapidísimo, agarro por el cuello a su padre y lo impacto sobre la pared todo el tiempo gritando "¡Tú, siempre tú y tus malditas imposiciones! ¡Porque no entiendes que no sere tú!" Aunque realmenta ya lo era.
Su padre, sin reacción oportuna por ese arrebato inesperado, respondió dandole un golpe en la ingle pero este apaenas se movió. Los efectos de la droga más aparte aquella fortaleza que desata el rencor y el dolo, lo hacían amenzador totalmente. Él seguía con su letanía mientras su padre apenas podía distinguir lo que decía, aquellas manos apretaban fuerte su cuello. En ese instante donde todo parecia estar por terminar por su cabeza recorrieron imágenes que iban desde la alegre noticia de su nacimiento y promesa de que nunca le faltaría nada hasta aquellos momentos que con orgullo sonreia al verlo caminar o correr pues la vida empezaba y había mucho por escribir. ¿En qué momento había fallado? ¿Qué había hecho mal? Nunca comprendió que lo material si valor tiene es simbólico, no sentimental, nunca suplira a un abrazo o un beso.
De repente se sintio débil, desvaneciente, como si su cuerpo no aguantar más aquel estrugamiento y deseara desplomarse en el suelo. Su hijo nunca le solto, al contrario, conforme avanzaba el tiempo, se cegaba más con aquel desprecio que no podía ni él mismo controlar. Era como si necesitara acabar con eso de una vez por todas, ya no soportaba más las injurias de su padre. En tiempos de colera, al parecer, la violencia es el don de quien obcecado en su propio veneno busca aliviar sus heridas.
Cuando Ana entro y vio la escena, un grito conmovedor prorrumpió en el cuarto y lagrimas alojaron sus ojos...
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