Hola, mi nombre es Jorge. Y he venido esta ocasión a plantearles una preocupación que ha estado dando vueltas en mi cabeza. Quizá sea insignificante para algunos pero para mi representa el anonimato que vive la juventud actual. Hace días, en un restaurante de pintoresco interior, fuí a cenar con mi esposa. Nos habían recomendado de aquel sitio unas hamburguesas que argumentaban estar gigantescamente deliciosas. Nos ubicaron en una mesa que estaba junto a la de un grupo de jóvenes que reía y gesticulaba con singular exalto. Su jolgorio nunca nos molesto. Al contrario, era bueno ver gestos alegres en tiempos de caras largas.
Conforme avanzaba la noche y el entusiasmo no perdía su forma, me percaté de que no había escuchado en ningún momento algún nombre propio. Siempre se referían a alguien bajo un apodo o el eterno calificativo de "wuey". Los apelativos han sido característicos de México pero anteriormente se presentaba ante nosotros alguien bajo el nombre que su madre y padre había otorgado; no con el que había sido bautizado por sus amigos. Era igualmente inimaginable dirigirse a alguien diciéndole "wuey". Había respeto, educación. No me imagino lo que mis padres me hubieran gritado si le digo de tal manera a una persona.
Cuando estoy con mis amigos y nos acordamos de aquellos momentos que solíamos pasar escuchando Led Zeppelin mientras brindabamos con un par de cervezas, siempre vienen a nosotros los nombres, sino, los apellidos de personas que conocimos. El que alguien supiera tu nombre o mínimo alguno de tus apellidos significaba singularidad pues no había alguien que se llamara idénticamente a ti. Lo que tus padres te habían otorgado lo hacías saber a otros. En ese momento me pregunté si siquiera se sabían los nombres completos de con quien se estaban divirtiendo. En ocasiones no saben quién está al lado suyo pero igualmente se fuman un cigarro juntos o comparten una plática. Es como conocer "amigos desechables" que en su momento aprovechan pero que a largo plazo son una anécdota más.
Al comentárselo a mi esposa me dijo que exageraba. Que estaba llevando algo insustancial a terrenos de alerta. Que eran jóvenes que simplemente salían a jugarse el todo por el todo. Pero nosotros lo fuimos y no éramos así. El joven en tiempos modernos es estepario. La estructura de su vida no es su familia. Sus amigos sí. Y ellos se encuentran igual de extraviados. Es como si trataran de salir de la arena movedisa moviéndose agitadamente. Inevitablemente se hundirán. No señalo a todos pues siempre hay excepciones. Sin embargo, una contundente mayoría se va difuminando gradualmente.
Si, sin nombres no hay individuos, ¿cómo es posible que exista prosperidad, porvenir, en una sociedad que toma lo que puede y vive de manera express; si prefiere vivir bajo el pesudónimo de algún superfluo ídolo o el absurdo bautizo de un amigo? El nombre, al final de los días, sera lo que se preserve. Mi abuelo se llamó Jorge, así mi padre que me heredo este nombre con el cual llamé a mi hijo. Los nombres no son anodinos garabatos amalgamados. Son historia, son leyendas, son mitos, son la posesión invaluable del ser humano. Sin él no habría héroes mucho menos villanos. Sin él seríamos la más manida de las creaciones, el más infausto de los amaneceres.
Conforme avanzaba la noche y el entusiasmo no perdía su forma, me percaté de que no había escuchado en ningún momento algún nombre propio. Siempre se referían a alguien bajo un apodo o el eterno calificativo de "wuey". Los apelativos han sido característicos de México pero anteriormente se presentaba ante nosotros alguien bajo el nombre que su madre y padre había otorgado; no con el que había sido bautizado por sus amigos. Era igualmente inimaginable dirigirse a alguien diciéndole "wuey". Había respeto, educación. No me imagino lo que mis padres me hubieran gritado si le digo de tal manera a una persona.
Cuando estoy con mis amigos y nos acordamos de aquellos momentos que solíamos pasar escuchando Led Zeppelin mientras brindabamos con un par de cervezas, siempre vienen a nosotros los nombres, sino, los apellidos de personas que conocimos. El que alguien supiera tu nombre o mínimo alguno de tus apellidos significaba singularidad pues no había alguien que se llamara idénticamente a ti. Lo que tus padres te habían otorgado lo hacías saber a otros. En ese momento me pregunté si siquiera se sabían los nombres completos de con quien se estaban divirtiendo. En ocasiones no saben quién está al lado suyo pero igualmente se fuman un cigarro juntos o comparten una plática. Es como conocer "amigos desechables" que en su momento aprovechan pero que a largo plazo son una anécdota más.
Al comentárselo a mi esposa me dijo que exageraba. Que estaba llevando algo insustancial a terrenos de alerta. Que eran jóvenes que simplemente salían a jugarse el todo por el todo. Pero nosotros lo fuimos y no éramos así. El joven en tiempos modernos es estepario. La estructura de su vida no es su familia. Sus amigos sí. Y ellos se encuentran igual de extraviados. Es como si trataran de salir de la arena movedisa moviéndose agitadamente. Inevitablemente se hundirán. No señalo a todos pues siempre hay excepciones. Sin embargo, una contundente mayoría se va difuminando gradualmente.
Si, sin nombres no hay individuos, ¿cómo es posible que exista prosperidad, porvenir, en una sociedad que toma lo que puede y vive de manera express; si prefiere vivir bajo el pesudónimo de algún superfluo ídolo o el absurdo bautizo de un amigo? El nombre, al final de los días, sera lo que se preserve. Mi abuelo se llamó Jorge, así mi padre que me heredo este nombre con el cual llamé a mi hijo. Los nombres no son anodinos garabatos amalgamados. Son historia, son leyendas, son mitos, son la posesión invaluable del ser humano. Sin él no habría héroes mucho menos villanos. Sin él seríamos la más manida de las creaciones, el más infausto de los amaneceres.
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