"This is not the sound of a new man or a crispy realization. It's the sound of the unlocking and the lift away. Your love will be safe with me."

viernes, 16 de octubre de 2015

Galicia

La estrella caía a una velocidad infranqueable. Detrás de ella, no había presencia de estela pero acarreaba un brillo como ningún otra en la faz de la tierra. Al desaparecer, porque los ojos ven hasta donde pueden, Alonso había pedido su deseo: que su esposa muriera. Simplemente se había hartado: había pasado más de 40 años con la misma persona y en los últimos tiempos la relación parecía desconchinflarse. Por eso, la noche de aquel jueves decidió que necesitaba un cambio de aires, decidió que necesitaba renovar su ilusión y creencia en el amor, así que mandó a su mujer por delante; culpable, según él, de las vicisitudes apremiantes en su vida.

De tal modo, a la mañana siguiente, sin razón contundente, su mujer, Galicia, amaneció muerta. Ante la noticia, y sabiendo él que tal deceso había sido concebido por tan críptico deseo, decidió no decirle a nadie del pueblo y en su lugar, dejo a su mujer acostada en el mismo lugar como cualquier otra mañana. Al vestirse, y salir a sus labores cotidianas, vio, a lo lejos, una mujer sentada bajo la sombra de un guayabo. Su figura dejo encandilado a Alonso con esa tez aperlada, cejas pronunciadas y mirada sevillana que cautivó cada rincón de su ser. Aquella era la mujer que supliría a Galicia y renovaría su esperanza marchita.

Tras un mes de cortejo, apareamiento y demás estudios complejos encaminados a concretar su amor, la pareja decidió casarse en secreto; sólo ellos dos, y el compadre de Alonso, eran testigos de aquella comunión. Al finalizar, y tras la entrega de anillos y el beso nupcial, ambos se encarrilaron hacía una luna de miel al otro lado del cerro, donde un pequeño lago haría los honores de aquel emparejamiento del desconcierto. Una semana después, y tras volver satisfechos, Alonso continuó con su vida mientras aquella mujer de ámbar, cuyo nombre era incierto, le esperaba en su casa recitando versos tersos.

Hasta que un día, que Alonso llegó, y no encontró a tan angelical princesa. Alarmado por la ausencia de su presencia, se aventuró en su búsqueda empezando por la casa, continuando por el guayabo y siguiendo por el camino habitual del ganado pues no haya sido que se le haya confundido con un primoroso cordero. Al final de su búsqueda, que duró más tiempo que su vida conyugal, regresó a su casa desecho, con el corazón maltrecho y alguna que otra lágrima petrificada por el calor descomunal. Desconsolado, sin tener ningún otro lugar al que recurrir, volvió al lecho de su amor muerto.

Arrodillado, colmado por el desenlace de su arremetimiento, deseó hubiese sido él quien estuviese muerto. Esa misma noche, sin nada más que perder, se situó de pie esperando a que del cielo aquel objeto fugaz cruzara por encima de su techo. Para su desgracia, nunca más volvió una estrella a pasar. Hasta que un día, resignado a no buscar más, a morir bajo la inexorable travesía del tiempo, aquella misteriosa mujer reapareció bajo el mismo guayabo. En ese instante, una mano se posó a la altura de su hombro: era su mujer. Cuando volvió su vista hacia el guayabo, y vio que en aquel lugar no había vestigio de ser humano, comprendió que incluso la muerte se da tiempo de treguas.