Dos efigies con distintos desgaste. En la derecha, de aspecto cenizo y belleza opacada, se haya el rostro de una mujer que en su cabellera encuentra su último refugio. Alguna vez encandilados por su pletórica belleza, hoy no causa más que una evidente omisión. No hay ojos que devoren sus sinuosas formas, no hay manos que le acaricien con fervor. Oscas son ahora sus formas ante la falta de halagos que redondeen su belleza. No hay mayor penitencia para una mujer que la abstinencia de lo que el mundo llama superficial pero donde se guarece de su inferioridad en un mundo que les reserva siempre un puesto secundario.
De manera contigua, con un rostro adusto y demacrado, se encuentra la forma de un hombre que lo fue hasta que descubrió su vulnerabilidad en lo que llama debilidad. Todo aquello que sus músculos unieron y su intelecto formó, terminó siendo insuficiente. Los icebergs terminan por derrumbar barcos pero nunca tocan tierra firme. El hombre vive aislado y restringido en un mundo que no permite nada que de sus emociones provenga, sometido a sus pensamientos de superioridad que terminan por hacerlo sucumbir a aquel mismo abismo del barco. Quizá aquel rostro mostraba lineas nunca antes vistas, lineas que ratificaban el paso del tiempo y el repudio por los secretos; como encontrando en sus últimos pasos el exilio de sus meandros.
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