"This is not the sound of a new man or a crispy realization. It's the sound of the unlocking and the lift away. Your love will be safe with me."

miércoles, 11 de julio de 2012

Ciudadañina: Como cuchillo en mantequilla


Roberto Iván Lara Sepúlveda. 35 años. 1.75 m. de estatura. 68 kg. De aspecto bondadoso y amable, debilucho y medroso, si lo desea, es la descripción del asesino de la familia Vázquez. Una persona que si te topabas en la calle podrías jurar es un esposo responsable o alguno de esos maestros de biología bonachones. Nunca un carnicero. No un homicida. Si no fuera por su confesión voluntaria aquel tipo menudito recargado en el coche fuera de la casa hubiera pasado desapercibido. "Difícil de creer" dejaba escapar con sinceridad el oficial.

La residencia del crimen se ubica al sur de la ciudad, en una zona residencial restringida al paso de personas ajenas. El padre, de nombre Alberto, era un empresario de privilegiado puesto directivo que había heredado de su padre; un estricto veterano al que igualmente le fue legada la silla. La madre, Isabel, era la típica mujer moderna: con un puesto de medio día en una oficina de contaduría y con un puesto de ama de casa en la que, entre muchas otras cosas, sobresalía su hija que estaba en tercero de primaria y a la que atendía en sus tareas. Ella era más humilde que él. Nunca vivió en la pobreza pero sí en un ambiente ajeno a la opulencia y elitismo. Una mujer que tenía su futuro asegurado y que nunca así lo había soñado. La envidia de la mujer avara.

Roberto, de orígenes mucho más humildes, llega a la ciudad tras percatarse que en su pueblo nunca obtendría nada más que cáncer de piel o una familia numerosa. Una profecía que danzaba en su cabeza cada mañana. Una realidad que se asemejaba más a un requisito en su pueblo. Al salir de 25 años y sin la prepa terminada las posibilidades de volver eran muchas. En territorio urbano entre mayor sea el grado de escolaridad, mayores son las posibilidades de ser recibido. Por eso, gasto parte de sus ahorros en un título falso para hacerse de una posición; y de paso comenzar a aparentar.

Su primer trabajo fue en un almacén de correos. Allí duró dos años. Tiempo en el que se hizo de una entrada económica lo suficientemente grande para pensar en algo mejor. No era de muchos amigos pero tuvo uno que le acompaño y enseño la ciudad mientras se mantuvo. Su nombre era Alan. De 1.80 aproximadamente de estatura, atezado, y con un bigote que le propinaba un aspecto sesentero. Como en las viejas películas a blanco y negro. Tras el último día juntos, Alan le aconsejó: "Ven con cuidado, Roberto. No te fíes de lo que vez sino de lo que ahí sale" Una advertencia algo lóbrega, pensó él. En su tiempo de estancia había conocido lo suficientemente bien la ciudad para no confiarse de sus luces.

En el intermedio antes de conocer a la familia Vázquez, el andar de Roberto fue muy inestable. No volvió a durar tanto tiempo en un trabajo como el anterior. Paso de ser cajero en un supermercado a mesero en un comedor fundado el mismo año que el nacimiento de su madre. En esos dos empleos juntos solamente había durado un año. Por alguna razón, la ciudad le había infectado. Cuando vienes de un lugar donde la nada lo es todo un poco de alcohol y mujeres te sitúan en el olimpo. Un escenario al que mucho suben y son aplaudidos. Un abrazo del que se liberan asfixiados.

La violencia no tardó en llegar. Que como saben, es el equivalente a un respeto que no te ganarás pasándote años sentado detrás de un escritorio. Contrario a lo que podía llegar pensar, su fascinación por repartir golpes llegó a un punto que se golpeaba la cabeza cada vez que inicia un riña. Una manera eficaz de embravecerse aún más. Varias veces fue detenido por la policía pero sin efecto alguno. Al contrario, parecía dormir mejor en las reducidas celdas de la estación. Al cabo de los treinta años, se había convertido ya en todo una amenaza foránea.

Nunca delinquió pero sí estuvo a punto de hacerlo tras querer cobrarse una arremetida la noche anterior robando el establecimiento del individuo identificado por sus amigos. (Sí, amigos. Oh bueno, lacayos que te lamben los pies y te protegen las espaldas.) Justo antes de hacerlo hecho marcha atrás. El domingo no era el día indicado. Y jamás lo fue. Un domingo su hermano mayor decidía irse a Estados Unidos; un domingo fue mordido por una serpiente; un domingo su amor platónico se casaba por el amor que sus padres tenían al ganado. Por eso aquel día prefería sentirse Zeus y observar como la ciudad vivía.

A la edad de treinta y tres años, y tras haber pasado dos años de lo más revoltoso, donde, a grandes rasgos, entró por primera vez a un hospital conociendo el verdadero infierno y fue despedido de su trabajo como intendente por enseñar a un niño cómo golpear a otro, toco concreto y decidió que tenía que cambiar. Pero no un cambio que tiene ver con iglesias y donaciones, no. Un cambio de modos. Lo que hacía le encantaba y no podía desprenderse de él. Más bien, tenía que encontrar la manera de hacerlo pero pasando desapercibido. Como el de smoking lo hace; como la del planchado permanente lo hace. Tenía que moverse en los terrenos de lo aparente.

No tardo mucho tiempo y para Junio, ya se había hecho la mano derecha de un empresario de "Economía y Valencia"; mismo lugar donde trabajaba Alberto. ¿Cómo se ganó su confianza? Escuchándolo. Enrique, como se llamaba, tenía problemas maritales. Los típicos que exigen, al menos una vez por semana, consumir alcohol y hablar del error que es el matrimonio. Lo cierto era que el problema pasaba por lo sexual. No lo sentimental. Su esposa deseando un hijo, él deseando que su florete despierte.

Era un borrachín nada patoso. Al contrario, hablaba con propiedad procurando siempre agradecer cada nueva copa y dejar propina al retirarse. Siempre era bien recibido. Y aquello lo notó Roberto que, un día se acercó a él y comenzaron a platicar. Al cabo de Julio estaban tan familiarizados que se hablaban de tu y se permitían bromear. Fue ese último sábado de Julio que Enrique le invito a trabajar a su lado. Como consejero. Los días se volvían atareados con tantas decisiones por tomar y no le vendría nada mal alguien que le brindara sus opiniones. Roberto, nada experto en el tema, acepto y se propuso a acoplarse con prontitud.

En el transcurso del año que duró al lado de Enrique, Roberto conoció rincones de la vida que no habría visto jamás; y que tampoco se había imaginado. Conoció el poder: aquel que permite estacionarse donde te plazca, aquel que te tiene un lugar reservado en los mejores clubes, aquel que te permite saltarte la ley sin necesidad de arrepentimiento, aquel que te permite mentirle al mundo y recibir a cambio halagos; había conocido el edén del magnate. Al ser una persona taciturna, no le costó trabajo guardar los más sucios secretos de quienes rodeaban a Enrique. Como remuneración, recibió favores tales como pagos del alquiler donde recién se hospedaba (un espacio sumamente lujoso) o entradas a eventos deportivos o musicales en los mejores palcos.

En Mayo, cuando acababa de cumplir treinta y cinco años, se unió con Alberto. Se tomó unos meses para vivir la vida loca y visitar regiones del mundo que jamás había imaginado conocer. Aunque de perfil bajo, Roberto tenía momentos lucidos, divertidos, más no lascivos. Reserva el sexo en un segundo plano. Decía que se casaría al volver a su pueblo y ahí tendría su vida marital. Las mujeres de la ciudad le parecían vulgares y taimadas. Al llegar a la oficina, un lunes completamente soleado, se percató de lo efusivo que era Alberto e inmediatamente ratificó que pasarían muy buenos momentos juntos.

Dicho y hecho, tras ocho meses de interacción su relación laboral y civil iba viento en popa. En Septiembre, había conocido a la familia de Alberto justo el día que celebraban cinco años de casados. Un matrimonio que no se había desmoronado como otros de su generación. Y su alegría era notoria. Quedo enamorado de su niña, la pequeña Larisa, una hermosa nena que tenía los ojos color miel que privilegiaban a su madre así como la contagiosa sonrisa de su padre. Seguramente, se dijo, será muy atractiva cuando crezca.

En Diciembre paso navidad con ellos. Incluso, le toco acompañar a Alberto a comprarle el regalo a Larisa. Sin ser un especialista en eso ambos coincidieron en una muñeca que parecía tan real, de esas que sin problema alguno puedes cargar y aparentar ser un padre encantador al tiempo que las mujeres vacían suspiros. La velada fue coronada con carcajadas y buenos deseos así como el grandísimo jubilo, al mismo tiempo asombro, que invadió a la niña cuando abrió su regalo y vio el rostro de la muñeca. Jugaron un tiempo con ella para después dar paso a una plática que se alargó hasta la madrugada donde el alcohol ayudó a una mejor apertura.

Para Abril, tras dos meses de abundante trabajo que habían hecho asomar el lado más perentorio de Alberto, Roberto visitaba al menos dos veces por semana el hogar de Alberto. Se sentaban y charlaban de movimientos monetarios y planificaciones que harían de las inversiones otorgar los dividendos esperados. Un sábado llego a casa antes que Alberto. Él mismo le había dicho que llegaría tarde ese día pero que le gustaría verle ahí cuando el arribara. Toco el timbre, la reja se abrió y tras la puerta fue recibido por su esposa que se veía algo apresurada. Iba de salida a la tintorería para después pasar a hacer las compras. Le otorgó una disculpa pero le dijo que se sintiera como en casa, Alberto había hablado y no tardaría mucho en llegar. "Te acompaña Larisa. Está tan entretenida en su cuarto jugando que ni caso me ha hecho." Para cuando volviera seguramente no habría notado su ausencia.

Cuando el coche arranco y su sonido se perdió gradualmente, Roberto se puso de pie del sofá y se dirigió al comedor donde solían hablar. Acomodo los documentos, los reviso rápidamente y se dirigió a la cocina por un vaso de agua. Al acabarlo y volverse, Larisa estaba observándolo con su adorable sonrisa. Le hizo una seña para que le acompañara. Quería compartirle su diversión. Roberto dudo y cuando decidió subir, Larisa estaba ya arriba balbuceando un dialogo que le dibujo una sonrisa. Al entrar a su cuarto se sentó en su cama. Por unos minutos observo lo risueña que se veía, la inocencia que desprendía.

Al no tener su atención se puso de pie en dirección a la puerta. Cuando la Larisa lo noto y corrió hacia ella, Roberto se regresó y golpeo justo en la cabeza a Larisa. La madera era sólida y el golpe fue duro. Las lágrimas no tardaron en aparecer en su frágil rostro que se tornó coloradísimo. No sabía qué hacer. Entre el llanto y lo bochornoso de la situación no podía serenarse. De repente, sintió como la cabeza le oprimía. No era migraña, no había dolor. Era más bien una sensación de descontrol; una sensación que se le escapaba de las manos. No tardó mucho en hacerlo evidente tras soltar un grito tan profundo que el llanto de Larisa ceso un momento para volver con más fuerza. Era oficial: estaba fuera de sí.

Al ver que la escena no mejoraba, se dirigió a la niña, la tomo por la cintura y la elevó. Ya en el aire la agitaba constantemente. Al tiempo que lo hacía el llanto aumentaba y la paciencia se extinguía. Y el punto de quiebre llego cuando arrojó bruscamente a la niña a la pared. Al momento en que caía a la cama el llanto acabo pero la sangre comenzó su salida. Poco arriba de la ceja derecha la apertura se veía. Pronto, su cara y sabanas se tiñeron de tan vivo color; aunque ella ya no lo percibiera. Al ver la escena, su respiración empezó a disminuir, como si volviera a la realidad y se percatara del abominable acto del que había sido protagonista. Se arrodillo y empezó él su llanto. Llanto que le servía para liberarse por dentro pero que no revocaba su culpa.

Cuando Alberto llego y vio cada una de las carpetas y documentos en su lugar pero sin Roberto en su lugar, se sorprendió. Se preguntó si estaría en el cuarto de televisión. Dejo su maletín en el sofá individual y se dirigió así allí con calma. Al llegar vio todo menos a él. Seguía sorprendido. "¿Me estará jugando una broma?" Se preguntó al tiempo que esbozaba una sonrisa. Subió las escaleras, permaneció un momento parado en el rellano y observó la puerta del cuarto de Larisa abierta mientras una sombra por el suelo se extendía. Alberto volvió a sonreír. "Esa niña tan juguetona sí que sabe captar la atención" pensó, al tiempo que se movía hacia allí. Cuando abrió la puerta y vio a Roberto sentado en el borde de la cama mirándolo fijamente mientras el cuerpo sin vida de su niña se encontraba a su lado, quedo congelado y horrorizado. Lentamente se movía y no conseguía entender lo que veía. Era una de las pesadillas más perturbadoras que había presenciado.

"¿¡Qué has hecho!?" Pregunto gritando. No hubo respuesta. Y no la habría. Por qué nunca la había habido. Nunca supo contestarse ¿por qué mataba a los pájaros que cantaban al pie de su ventana cada tarde? ¿Por qué callaba alteradamente a su madre cuando ésta lloraba? ¿Por qué golpeaba a sus primos cuando éstos gritaban? Simplemente lo hacía. Y como en aquel momento, permanecía imperturbablemente callado. Al no haber señal de respuesta, Alberto lo tomo por la camisa y lo agito continuando con los gritos dignos de tan cruel pintura. Lo soltó, se movió alebrestadamente por el cuarto, volvió a él y le propino un duro puñetazo en el rostro. El error más groso de aquella noche. Aquello fue su sentencia de muerte.

Al recibirlo su rostro se tornó adusto, despiadado, como el toro detrás de la rejilla preparado para cornear a quien se cruce por su camino. Se abalanzo hacia Alberto y forcejearon por unos instantes. Al ver que Roberto se tornaba más histérico con cada sacudida, termino por quedar a merced de él. Quería matarlo con sus propias manos pero la posesión le pertenecía. Como último recurso le propinó un golpe en la ingle tras poder levantar su rodilla derecha. A respuesta de eso, Roberto nunca le soltó, en cambio, lo volteo, paso sus piernas sobre sus brazos y lo azotó una cantidad consecutiva de veces. Lo levanto, aturdido por los golpes, y lo golpeó con la muñeca que juntos había elegido. Al no tener respuesta alguna a la acometida, acabo por tropezar y golpearse con la calefacción encontrada junto a la pared. Apunto de caer inconsciente, Roberto le encajó su placa directo en el cuello.

Con sangre en sus manos y sin entender lo que había pasado, bajo las escaleras, se sentó en el comedor y espero bajo un torpor absoluto la llegada de Isabel. Cuando ella abrió la puerta y notó que le miraba fijamente con la camisa rota, el cabello hecho un desastre y sus manos llenas de sangre sobre los documentos, supo que algo malo había pasado. "¿¡Qué ocurre, Roberto!?" Preguntó con el rostro desencajado. No hubo respuesta. Aventó su bolsa de mano, olvidando por completo que en el coche estaba todo la despensa, y se dirigió inmediatamente hacia la planta alta: su hija tenía que estar a salvo. Lanzando plegarias al cielo llego al cuarto de la niña y se encontró con aquella sanguinaria escena. Un grito descomunal se dispersó por toda la casa. Lagrimas llegaron al suelo. Desconsolada arremetió contra todo retrato. Todo cuanto amaba se había ido al carajo.

Después de unos larguísimos diez minutos, Isabel se puso de pie y tomó un fragmento de cristal esparcido por el suelo. A cualquier costo iba a cobrarse el despojo de su familia; iba a perpetuar su dulce venganza. Al llegar a la planta baja, noto que Roberto no estaba más en su lugar y la entrada estaba abierta. Salió y todo estaba homogéneamente lóbrego. Dio dos pasos adelante, permaneció en su lugar tratando de divisar alguna silueta, dio dos pasos atrás y cerró la puerta. Al hacerlo escuchó un ruido en la cocina. Se movió a paso prudente con el corazón palpitando latentemente y encendió la luz. Ahí estaba Roberto tomando un vaso de agua a espaldas de ella. Isabel se quedó quieta. Al volverse él, dejó el teléfono a un lado del garrafón. "Ya vienen." dijo Roberto. Ella pensó que algún tipo de secuaz pero al ver el gesto que hacía con su manos y escuchar el sonido que expulsaba de su boca, comprendió que era la policía. Sorprendida, pero no tanto como decidida, inhalo profundamente y se movió hacia él. No tenía escapatoria. Era el mejor momento. Al estar a unos pasos de él, de cobrarse la costosa factura de las vidas allá arriba, se detuvo para escuchar lo que de su boca salía: "Que el veneno en tus ojos no acabe con tu vida"; dicho eso, alzo la mano apuntando hacia el techo. Mirando en esa dirección, leyó: "Cierre la puerta al entrar" y al hacerlo cerró los ojos. El cuchillo había hecho lo demás.

Esposado, y con el rostro cabizbajo, se dijo: "Una vez más domingo"...

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