Cada una de las personas con un perfil en la red social es un habitante de la población y entre ellos hay conocidos y desconocidos. Cada una de las cosas que hacemos repercute en el receptor (desde una fotografía hasta un post) que a la vez repercutirá en otros. Cada foto de perfil es una imagen de presentación, la manera en que nos introducimos ante el mundo, la famosa primera impresión. La gente interactúa en esa gran ágora de la misma manera que se hace o solía hacer en un parque o plaza: compartiendo (desde un chisme, chiste, rumor, noticia, hasta consternación, alegría o enojo).
El lado oscuro de todo medio social son los límites. La gente llega a creer que tiene un derecho por sobre usted pues información es poder. Y lo que sobra en la vida real, como digital, es eso: información. Así que si la gente sabe algo de usted o tiene acceso a usted, en menor o mayor escala, digamos que volvemos a los tiempos feudales donde las personas tenían poder sobre usted por terrenos o posesiones. La gran diferencia acá es que los roles se invierten y es lo que pertenece a uno, lo que da poder a ellos. Por ende, hablando de limites, somos una sociedad limítrofe. Somos el equivalente a un continente sin fronteras, somos hijos de la globalización; del todo es de todos.
Y al igual que en la vida real, en la vida digital existen dos realidades alternas; siendo la primera la secundaria y la secundaria la primaria. En ese mundo digital, escenario principal, somos panteras negras, somos unidades, somos relojes al compás del tic tac, atentos a las tendencias, prontos para compartir o publicar, un ejercito de hormigas obreras marchando en pro de su hormiguero. Mientras que, en el escenario secundario, en el mundo de allá afuera, somos una masa segregada, distanciada, apartada, indiferente de los demás. En uno vivimos la utopía, en otro vivimos la áspera realidad. Y los portales a ambas dimensiones se encuentran tan estrechamente ligados y constantemente abiertos que cuesta trabajo distinguir cuál es la realidad.
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