La ciudad está incrustada y resguardada entre montañas. Encunada en la historia. Ciudad colonial, artística, bella. Ciudad que emana olores extranjeros, cual fragancia francesa, pero que no deja de ser nacional. Locación que atrapa a quien llega, sobretodo si es de fuera, de más allá de nuestras fronteras pero que también a los de acá enamora con su candor particular. Una ciudad que invita a quedarte pues te transporta a tiempos pretéritos donde la vida parecía ser mejor de lo que es ahora. Aun y con todo eso, de su atractivo al ojo foráneo y local, de su hipnótica singularidad, de mantener su belleza intacta, la ciudad no deja ser parte de un territorio capaz de alcanzar lo sublime y lo ridículo en una misma postal, de impactarte y enamorarte pero al igual indignarte y enfadarte. Quizás el extranjero no lo vea, pues a través de su mirada solo aprecia el encanto de sus colores, sus callejones, sus construcciones, pero quien vive aquí, quien respira aquí, no puede evitar voltear a ver esa otra parte que también nos pertenece y que forma parte de esa personalidad tan dual.
La cantera, piedra pesada y hermosa, sello del pasado, de ese intento por dar a un país, a una ciudad, mayor lucidez de la habitual, esperanza de un mejor futuro; el talento y el potencial artístico local, creativo, que inspira a propios y extraños, digno de orgullo nacional y de buen recibimiento internacional, perpetuada por agravios tan berdes, tan vlancos, tan roxos, que dan fe y legalidad de tan nacional procedencia; grafitis que rodean la ciudad y que lejos están de ser expresión de arte sino más bien de una desobediencia estéril que opaca el encanto colonial de la ciudad; la basura, siempre la basura, que ocupa lugares que no debería ocupar y que deja una sensación de descuido, de valemadrismo, de qué más da, de una problemática de salud y educación social; qué decir de la cuestion vial, la épica batalla entre peaton y conductor, entre persona y coche, en este presente en el que todo mundo lleva prisa y donde todo mundo olvida la cortesía, la preferencia, el dejar pasar, el pensar en los demás, el ver más allá de mi destino.
La ciudad tiene su propio corazón nocturno. De caminatas, de canciones, de aromas, de sabores, de brebajes, de juventud en éxtasis, de amor, de aventura, una vida particular que invita a seguirla, a disfrutarla, a no quedarse atrás; una faceta singular y al mismo tiempo atractivo característico, así que si usted anda por acá, debe seguir su ritmo, dejarse llevar por la marea nocturna cuyos vientos favorecen al navío, aquí todo placer hedonista es valido, toda apuesta aceptada, toda pulsión bienvenida, sí, aquí la noche es joven; parece no envejecer jamás. La fuente de la juventud eterna está en este lugar. Aquí la vejez no pasa ni en sus muros, intactos, luminosos, tan imponentes y categóricos desde el principio que hacen de la noche aún más bohemia, romántica, idílica; como si no se quisiera ir uno jamás de este lugar. Un factor más a favor y de hacer mención de esa personalidad tan berde, tan vlanca, tan roxa. Un imán de atracción casi irrefutable para cualquier que se adentra en su ritos. Esa salsa tan picosa que aunque pique siempre echamos más.
Qué vida la de la noche: perros que ladran, música a todo volumen, gente que silva, que ríe, que grita, que habla, que acelera, que huye, que vagabundea, que se despoja, que se desinhibe, pues la oscuridad se hizo para ser otro, para aullar, para transformarse, para escribir sobre un nuevo reglón diferentes palabras —o sobre el mismo renglón diferentes palabras—, para experimentar la vida a través de una tonalidad distinta, alejada del sol y más cercana a la luna, por eso algunos cantan al pie de la ventana, llevan serenatas, se embriagan, bailan, se pelean, se arrebatan, llevan la vida a otro pedestal, a otra locación, tratan un diferente guión, pues de vivir siempre en el mismo escenario, bajo las mismas líneas, a la misma velocidad, moriríamos de monotonismo, del cáncer de siempre lo mismo, de vivir una vida bajo la asfixia del mismo lastre.
¿Cubano? Me habían confundido con huérfano e incluso árabe (hasta te pasaría que me dijeras veracruzano) pero nunca con alguien familiar a Fidel Castro. La ventaja de este lugar es que hay tantas razas, tantos colores, tantas naciones, que esto es un popurrí de federaciones —y degeneraciones—, idiomas, pieles, un ejemplo de que en la actualidad cualquiera es un ciudadano del mundo; alguien que es de aquí, de allá, de todos lados, de cualquier lugar que le abrace y arrope. Y sí, eso también somos aquí: una nomenclatura heterogénea, una masa cual tamal que involucra varios ingredientes para su elaboración y que al final da su peculiar y distintivo sabor.
El sol avanza, el tiempo a la par. Y qué es el tiempo sino dejar caer la misma pluma de la mesa una y otra vez, creando una repetición infinita. El tiempo solo nos pesa cuando ya nos vamos, cuando se acerca el final o cuando solo lo vemos caer y no caemos con él. Aquí me gustaría quedarme a vivir; siempre dice el extranjero, el que llega, el que no es de aquí, el que ve con ojos distintos un nuevo mundo, algo así como Cortés que hasta quemó sus naves para no irse de aquí. Pero uno no es tan intrépido. Uno solo busca lo distinto, algo ajeno a lo cotidiano, que te llene de esperanza de que la vida es algo más que la monotonía del día a día. Saber que hay vida allá afuera, que hay vida aquí adentro, es uno de los motivos por los cuales ser extranjero es un privilegio, una dicha, porque se ve con ojos fértiles la nueva tierra; un lugar donde cosechar algo por más breve que sea.
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