Lo que escribo es una historia sin historia. Una historia con más derrotas que victorias, una historia con más caídas que ascensos, una historia con más turbulencia que con paz, una historia que se desarrolla en algún lugar donde la vida ha sido pospuesta y donde la única manera de demostrar dicha vida es por medio del relato, de la narración, de la escritura, de las letras; manifestación neurótica, si así lo quieren llamar, pero tan necesaria para invocar esa condición humana que en los últimos años se ha dado por perdida o disminuida. No soy una momia que anda por las calles por andar, soy un testigo constante de la vida cotidiana, un atento espectador tanto de lo que pasa en el mundo exterior como en mi interior.
El simple hecho de no poder comunicarme me es aterrador. Escribir es mi arma blanca. Sin este medio, ¿cómo combatiría a la sociedad haya afuera? ¿Cómo expondría sus excesos? ¿Cómo combatiría a los demonios aquí adentro? Uno mira por la ventana y ve lo mecanizada que está la gente allá fuera y es inevitable no denunciarlo: sosteniendo el cigarro en la mano, tomándose el labio, conduciendo el mismo coche rojo, vistiendo las mismas prendas que el otro, andando de tal manera que la vida fuera un guión y donde más vale atenerse a él, línea por línea, o simplemente no habría "vida".
Mientras unos eligen que su palabra sea tomada por otros, aun y cuando dicha palabra no será expresada de la misma manera, por obvias razones de procedencia que involucran a la persona en cuya inconformidad reside, yo, en lo personal, prefiero manifestar esa inconformidad interior, ese alboroto interno, por medio de mi persona, pues solamente uno puede expresar tal ajetreo de la manera correcta, completa y sin exclusión. Los mediums, como he dicho antes, son para comunicarse con los muertos; y aquí, seguimos todos vivos.
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