Todo mundo quiere irse de esta ciudad. Es como si su aura te empequeñeciera, te limitara a crecer. Tal y como una celda: el espacio es tan reducido y poco estimulante que pareciera uno se fuese de a poco marchitando. Incluso, uno puede ver los pétalos caer: vidrios por doquier, adoquines hechos polvo, escombro regado por doquier, coches abandonados, puertas hechas trizas, propaganda dando vueltas en el asfalto o colgando pues el tiempo consume toda esperanza de vida. La ciudad ha pasado de ese gran y prospero río a un estrecho y pequeño estanque. Los grandes peces se han ido, ya solo quedan las larvas, moscas y mosquitos y el hedor de algún cadáver putrefacto. Ya no hay quien se interese en pescar; lo de hoy es cazar: y todos somos presa. "Corremos para no ser presa fácil", sentencia quien aún vive aquí pero que ve su estadía como una tumba que de a poco se cierra.
Quienes vivían aquí solían decir que teníamos futuro; quienes viven hoy aquí dicen que el futuro es un mito como los tantos que hay aquí. Nadie cree en el presente porque les pertenece. Nadie confía en el pasado porque jamas fue suyo. Da la impresión de que la vida es algo más de lo que se nos presenta. Que no es sólo un ramo de rosas que se tornó en un pálido forraje. Ese mal-sabor se haya presente en cada paso. Incluso hay quienes han propuesto, con una formalidad esperanzadora, que se convierta la ciudad en el mayor cementerio del mundo. "Y no habría que excavar tumbas o construir mausoleos pues nadie sale de su casa", propone el vocero de proyecto. Pero incluso en cuestiones de la muerte, la gente prefiere morir incinerada y esparcida a su alrededor. Sí, somos una ciudad de vivos que transita como muertos, rodeado de muertos que transitan entre los vivos.
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