Mi vida transcurre a través de un lente, entre fotografías que dan fe y legalidad del día a día: los pasos de una persona que camina con la cabeza caída, la luz que se escapa por entre la puerta y se abre paso entre la oscuridad, la desolación de un cuarto que parpadea de vez en cuando, los pájaros congregados los cables tras una larga travesía, la carcasa de un animal y la cruda exposición de un destino fatal, las sombras de unas aspas que giran y giran e hipnotizan a quien las mira, el estruendo de un relámpago que ilumina hasta el más recóndito sitio de esta lúgubre casa. Evidencia toda, de una estadía carente de vida que transcurre entre un gran laberinto de infelicidad, oprobio y tragedia continúa, un laberinto de forma circular que nos recuerda que la peor forma de andar en esta vida es dando vueltas, sin esquinas para descansar y volver a la pelea; implacable mareo que provoca una contundente caída y la perdida de toda esperanza de continuar.
Mi vida transcurre entre las palabras que escribo porque las que digo se las lleva el viento y volar aún no es considerada una cualidad humana como la que sí es el arrastrarse entre un gran vocabulario para encontrar la palabra adecuada. Lineas y lineas de adictivas y soporíferas sentencias que hacían mitigar la fuerza de ese roedor en mi cabeza que giraba y giraba como quien pedalea para ganar el Tour de Francia; una labor exhaustiva y que requería más que el habitual queso, requería vida, de esa sinfonía que lo llena a uno de algarabía. Pero el lienzo donde escribía era un desierto. Uno donde el calor asfixia y te deja sin aliento. Uno donde la vida es una anécdota que se cuenta entre ironía y mal aliento. Uno donde la ausencia es requisito para solventar tan inhóspito sitio. Mis palabras sobrevivían como el cactus y también pinchaban de vez en cuando; gracia de una naturaleza que no deja a sus especies inerme ante amenazante escenario.
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