En el cielo hay una línea que no descansa jamás, unos pasan y se preguntan si es la ruta a la felicidad, otros la miran perplejos como esperando se disipe para develar lo que hay detrás. Todo pasa rápido en esta ciudad. Y lo que no, se ordena antes de la media o se le mete pedal. Se acabaron aquellos días de contemplar el amanecer al contoneo del fuego, de contemplar gorriones recién llegados del cielo, de bailar danzones con la mujer de tus sueños. No... ya la vida se nos va tan deprisa que arremete y no mira atrás. Bien decía mi padre: "algún día no estaré y espero no te lleve la ausencia conmigo". Algo aquí está ausente y del cielo seguimos siendo testigos. "A veces no sé si la gente mira tanto al cielo esperando o buscando la grandeza de la que carece el suelo", se pregunta mi compañero de decepciones e investigaciones. En ocasiones, me siento turista entre tanto monumento: solo me hace falta una buena postal y la foto del recuerdo.
Al final, hacemos de las palabras lo que más nos conviene, ¿por qué no? Si nos exalta ser capataz, ser mandamás, estrujar hasta asfixiar, pues qué son las palabras sino poder, y el poder, como las leyendas, nace del eco de su pueblo. Y lo que aquí ha nacido, más que una Odisea, es el rumor; aquí los fantasmas viven en cavernas que se desplazan con sigilesa para dar vida a formas siniestras del predicado. "¿Puede un ser humano alcanzar la perfección? —silencio en el salón— sí: renunciando a su condición. Pero con su renuncia deja toda posibilidad de resurrección. Y el hombre no conoce otra vida más que la anterior", pensamientos de mi maestro de epistemología que hoy recuerdo cual epifanía en tiempos turbulentos. Observo. Un niño arranca una hoja de su cuaderno. Tras una serie de dobleces crea un avionzuelo. Se pone de pie y entorna sus ojos ante un punto en el cielo. Toma impulso y el avión es liberado de sus manos. Así la vida: empieza con vesania y termina por dar fe de gravedad. El niño se va. Yo continúo en el mismo lugar porque en cualquier momento he de llegar.
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