Hay algo en la euforia que me parece cruel. Cuando las emociones se desbordan, y ese magma que son las lágrimas o esa erupción que maximiza toda pulsión no se controla, pasa lo que al aficionado de fútbol que todo lo convierte en Maradona o, en el peor de los escenarios, en el Alcorcón de la Segunda División Española. ¿Cómo sobrevivir en un mundo que ensalza la alegría pero que reprime la tristeza o, más irónico aún, especialista en vociferar defectos pero incapaz de enumerar virtudes? Ahora entiendo por qué tanta patología, anomalía, suicidios, genocidios, "Venga la Alegría", "Usted puede sanar su vida" y gente con más telarañas que certezas.
Dos niños pasan corriendo frente a mi. Un motociclista se llena de adrenalina. Una luz se enciende detrás de la cortina. A lo lejos se escuchan risas y alguna que otra persona discutir. "Tengo un problema que lleva mi nombre" escribo en mi libreta como recordándome que el mundo es un lugar mejor si estoy aquí. Llevo mis manos a los bolsillos y en estos momentos recuerdo aquella advertencia que un agradable desconocido me daba a mi: "Algún día recorrerás el camino que he pisado y te preguntarás cómo pude ser tan imbécil y solo haber mirado". Tiempo después me enteré que este celebre desconocido había fallecido. En ocasiones la muerte no es tan mala como pensamos. Y si no pregúntenle a Kurt Cobain o Jim Morrison que de seguir vivos serían tan anecdóticos como cualquier hijo de vecino.
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