Abro la puerta. Accidentalmente golpeo a una persona. ¿Soy un agresor? La persona se voltea. No puedo ver sus facciones; solo puedo ver las mías. Su rostro es todo epidermis. Ningún signo de cejas, ojos, nariz, orejas o boca. Al voltearse, se aproxima hacia la puerta, se asoma entre la rendija y llama a un amigo. Éste, al igual que el otro, su rostro es todo epidermis. Inmediatamente se comunican en un lenguaje de toques que no entiendo. El amigo se retira y al paso de un tiempo, regresa con más personas a cuestas. Todos de rostros ausentes. Estos voltean hacía mi. Dos de ellos se apartan del grupo y al paso del tiempo regresan con cámaras y micrófonos; en la televisión aparezco. El numero de personas avanza conforme al reloj y conforme al movimiento de sus cuerpos. Me pregunto: ¿qué hice mal?
Yo los veo a ellos, no ellos a mi. Pero me sostienen de los brazos, inmóvil, sin oponer auténtica resistencia más que un febril forcejeo. La gente me apunta con los dedos. No puedo ver sus rostros pero puedo sentir sus dedos y son unos dedos que se mueven bajo un ritmo ajeno, una cadencia que no es de ellos, un oscilar digno de un objeto atenido a un evento. Porque no se necesita más para seguir o sentir que el movimiento ajeno. Cierro mis ojos. Sus zapatos no son mis zapatos. Su ausencia no es mi ausencia. Su percepción no es mi percepción. El tiempo avanza. Una oscuridad se adueña del lugar. Una oscuridad propia de lugares remotos. Mis planes se van. Pero la luz al fondo es mi esperanza. El tren de la vida no para. La vida sigue su momento; la puedo ver pasar.
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