Violencia, violencia, violencia, el mundo se mueve en violencia, diría cierto rapero mexicano popularizado en las redes sociales. Y es que, de cierta forma, ese es el compás que sigue el mundo en la actualidad: el de la destrucción. En Estados Unidos, por ejemplo, se viven tiempos difíciles en cuanto a los crímenes raciales, asesinatos de personas de raza negra (Tamir Rice, Michael Brown, Eric Garner, entre varios más) a mano de policías en una muestra flagrante de abuso de autoridad y de poder. Algo parecido sucede en México (como en Tanhuato o Ayotzinapa).
Recientemente, leía una nota donde en Guatemala —país centroamericano tristemente conocido por sus maras—, se linchó y quemó viva a una adolescente presuntamente culpable de haber asesinado a un taxista que se negó a pagar una cuota para poder seguir trabajando. No hay evidencia sobre si la adolescente fue realmente la asesina pero sí un grupo de gente lista para hacer justicia por su propia mano. Hasta la madre por tanta violencia, hartos de vivir entre muertos, invadidos por la angustia de si ellos serán los siguientes, este grupo se dejo contagiar por ese entorno caótico y disruptivo y por un momento se volvieron el enemigo.
Dos preguntas que pretendo contestarme a continuación son las siguientes: ¿qué beneficio, para ese grupo de personas y para la sociedad en general, genera el linchamiento y muerte de la adolescente? y ¿hasta qué punto el ciudadano tiene el poder para cometer semejantes barbaries? Y, como este es el reino del revés —saludos a Chabelo—, empezaré por contestar la segunda pregunta.
Yo no digo que esté mal que la gente quiera tomar un poco de protagonismo en un escenario que requiere de su participación. Me parece bien. El que se involucre la gente en su medio me parece lo adecuado. Eso demuestra que la gente también tiene responsabilidad —mucha o a la par de la que el gobierno tiene— sobre los hilos conductores del país. El problema es cuando van más allá del papel que les corresponde en la escena tomando roles de otros actores (por más inoperantes que éstos sean).
Uno puede estar muy harto de la impunidad, corrupción y demás malestares actuales, pero no puede uno impartir justicia por su propio puño. En Guatemala, al parecer, el pueblo tomó el poder. O más bien: el pueblo no sabe lo que es el poder. Sabe cómo se siente la injusticia, el dolor pero eso no es motivo suficiente para tomarlo; mucho menos manejarlo. Para hacer uso correcto del poder, al igual que de las emociones, hace falta mucha estabilidad. Y toda esa violencia demuestra lo contrario.
Uno puede estar muy harto de la impunidad, corrupción y demás malestares actuales, pero no puede uno impartir justicia por su propio puño. En Guatemala, al parecer, el pueblo tomó el poder. O más bien: el pueblo no sabe lo que es el poder. Sabe cómo se siente la injusticia, el dolor pero eso no es motivo suficiente para tomarlo; mucho menos manejarlo. Para hacer uso correcto del poder, al igual que de las emociones, hace falta mucha estabilidad. Y toda esa violencia demuestra lo contrario.
El ciudadano tiene el poder para influir en un país de miles de maneras diferentes que las elegidas por ese grupo de personas en particular. El votar es poder, el tirar la basura en su lugar es poder, escribir es poder, pagar impuestos es poder, elegir entre qué tienda comprar es poder —¿OXXO o miscelánea?—, elegir entre qué canal ver o no ver la TV es poder, elegir entre hacer fila o llamar a la amiga para que te pase directo es poder, elegir el tipo de lectura a leer es poder y así, el poder se manifiesta día con día de maneras distintas pero todas con la finalidad de mejorar o empeorar —dependerá del uso que se le de— en primera instancia, el presente personal, y de manera secundaria, pero no por ello menos importante, el presente de un país o una comunidad. Aquí se conjuga la unión de los eslabones.
Por ende, mi respuesta es, que el poder que el ciudadano tiene entre sus manos es alto pero, lamentablemente, solemos aplicarlo de la manera incorrecta, solemos descodificar erróneamente el mensaje de poder, solemos darle la matiz que nos convenga acorde a las circunstancias que se presentan con manifestaciones inadecuadas que no generan beneficio alguno para nosotros ni quienes nos rodean sino, al contrario, perjudican aún más un inestable y golpeado presente. Raro cómo en México buscamos la violencia para resolver las cosas pero más raro aún cómo lloramos y lamentamos su fuerza devastadora.
Esto me lleva a la primera cuestión, la cual contesto sin titubear: no genera ningún beneficio. ¿El que hayan matado a esta adolescente, por ejemplo, hará que los asesinatos se reduzcan y la paz descienda sobre suelo guatemalteco? No lo creo. Más bien, generará todo lo contrario: que la violencia incremente. La violencia es como esa bola de nieve en caída libre —presentada con frecuencia en las caricaturas— que a cada centímetro se vuelve cada vez más grande, imparable y arrasadora.
Actos como el dado en Guatemala —o en cualquier lugar a lo largo y ancho del mundo donde impere el descontrol e incertidumbre— solo alimentan la violencia, aumentan sus dimensiones, aumenta su apetito, confirman su hegemonía; como aquel monstruo de la película "Evolution" que acaban destruyendo, cómicamente, con Head & Shoulders. Y aquí bien hace falta un baño pero para deshacernos de esos hábitos y costumbres que nos empeñamos en continuar cosechando.
Actos como el dado en Guatemala —o en cualquier lugar a lo largo y ancho del mundo donde impere el descontrol e incertidumbre— solo alimentan la violencia, aumentan sus dimensiones, aumenta su apetito, confirman su hegemonía; como aquel monstruo de la película "Evolution" que acaban destruyendo, cómicamente, con Head & Shoulders. Y aquí bien hace falta un baño pero para deshacernos de esos hábitos y costumbres que nos empeñamos en continuar cosechando.
En Guatemala no se hizo justicia. Se confirmó la ausencia de ella.
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