"This is not the sound of a new man or a crispy realization. It's the sound of the unlocking and the lift away. Your love will be safe with me."

domingo, 10 de mayo de 2015

¿A quién le importa?

La nostalgia se incrementa al tiempo que los días se reducen y mi último semestre está por acabar. Un proceso de 4 años que más allá de haber encontrado sus inconvenientes en la recta final, deja un mayor número de buenos momentos dignos de recordar. Pero, no estoy aquí para hablar de las memorias que dejan los momentos con mis compañeros —y futuros colegas— sino más bien de la experiencia en general que me ha dejado el haber estudiado la carrera de psicología.

No empezaré este texto con el cliché: "he estudiado la mejor carrera del mundo". Eso es muy subjetivo. Involucra sentimientos, deseos y demás cosas que varían de una persona a otra. Yo me limitaré a decir que he estudiado la carrera más divertida del mundo —similar a armar un Lego o jugar Jenga o ver Jumanji—. Una carrera que en un principio me visualizo en frente de un diván mientras las persona hablaba y hablaba de lo que le aqueja mientras yo, como buen cazador del Amazonas, trataba de pescar cuál era la causa de su problema. Toda una historia digna de Indiana Jones librando toda clase de vicisitudes. Pero, al ir pasando el tiempo, y ver que el abanico de la psicología abarca otros escenarios, me fui acomodando en el lugar más adecuado para mi.

Existe desde el psicólogo de consultorio, el coloquial, el que la mayoría quiere ser, el que ha sido representado en series de televisión, el que hizo popular Sigmund Freud, ese que se limita, en apariencia, solo a escuchar y que da seguimiento y acomodo a las palabras. Existe, de igual forma, el psicólogo de campo, ese cuyo hábitat es el exterior, los escenarios al aire libre, los escenarios de alto smog y contaminación, los que se mueven entre un mar de gente, los que observan las relaciones del uno con el otro, aquellos a los que una silla se asemeja más a un grillete, agentes del exterior. Y por último, están los psicólogos de laboratorio, esos que hacen suya la ciencia, que gustan de aplicar y comprobar, que recrean escenarios, que dan a lo intangible un número, que no se limitan a decir "esto es así" solo porque la gente lo dice, aquellos que creen que el mundo sería mejor si hubiera más Sagan y menos Maussan.

El psicólogo es un animal raro en un escenario aún más raro. Las exigencias hoy en día no son las mismas que años atrás. La sociedad ha cambiado. Sus modos, sus costumbres han cambiado. Ante esto, el psicólogo debe enrarecerse a sí mismo —pero sin perder en las sombras— para hacer frente a un presente cada vez más extraño, más tormentoso, más peligroso, más traumático, un escenario que pierde de a poco su fe, su esperanza. La labor del psicólogo, bajo este grisáceo panorama, no es la que funge un superhéroe: arribar y salvar a la humanidad. No es así. El psicólogo, más bien, es como Splinter de las Tortugas Ninja o Yoda de Star Wars: un personaje que no combate las batallas, sino que las ayuda a ganar.

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