Merodeando entre los arbustos de la noche
una figura dorada encontré, su rutilante
resplandor me dejó impávido y me hizo
enmudecer; pues no todo brillo es genuino,
y cuando lo es, no solemos estar vivos.
Girándolo una y otra vez, descubrí su valor
paliativo, era cual luz al final del camino,
cual esperanza que no disminuye su brío; su
fulgor seductivo contrastaba con enigmática
sombra de gesto aversivo: era la promesa de
una dual belleza.
Mis pensamientos se volvieron mustios, mi
sonrisa gritaba ¡eureka! Era una batalla que
no encaminaba a tregua; ¡la dicotomía era tan
perversa que la mirada más estéril era siniestra!
No veas girasoles donde no existe primavera,
instaba una voz con vehemencia y benevolencia
en represalia a mis tercas agallas que gallardas
se izaban entre arrecifes de omnisciencia
convencidas de su pulsión.
Me encuentro entre la ablución y la inmolación;
entre encontrar el tesoro o perderme en su calabozo;
entre la gloria y la desdicha: una encrucijada digna
de mis temores y amores.
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