Desprovisto de destello un hombre decidió
desafiar al mundo, decidió salir de su umbroso
caparazón para encontrar la razón.
Ignorante del peligro que existía en el exterior,
salió, hondeando con esperanza sus brazos y
esperando no volver sin la certeza que deja a
su paso la estela.
Debajo de un árbol, una serpiente yacía, su
apariencia era maligna y sanguinaria, su
lengua bífida y maliciosa, sus colmillos fatales
y mortíferos.
Me acerqué a ella y le pregunté ¿por qué
reptaba? ¿Qué buscaba que con ansia se
deslizaba? ¿Acaso era por instinto o por
un placer ufano que rozaba lo tirano?
La serpiente se detuvo, su respiración
se contuvo, y un miedo inmenso me mantuvo
paralizado esperando su reprimenda mortal.
Entonces dijo: "Humanos, que justificados azotan
y pregonan justicia sorda. Sádicos que exigen una
vida sin demora, ¡sádicos que exigen el paraíso
regocijándose en su ponzoña!"
Consternado, fúrico, se notaba aquel motado
reptil; sus ojos ardían en desprecio, sus palabras,
arpones dirigidos a mi pecho: era la voz de
alguien herido e irreconciliable con su agresor.
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