Aquí no había sitio para la privacidad. Las camas contiguas, el hedor a sudor y orina, testículos aquí y allá, el tabú de la desnudez. Aquí nadie sueña porque aquí nadie duerme, aquí la tragedia de la realidad se impone contundente. El lugar donde la fe y la enfermedad convergen, donde la gente reza anheladamente, los pulmones del credo. La sangre en el suelo, el insomnio en el aire y la esperanza intacta de volver a casa. Quién sabe qué es peor: los malestares del cuerpo o lo deplorable de los aposentos. Aquí la vida es gris y anodina, insípida como el sazón de su comida. Una mujer intenta caminar pero la aguja en su cuerpo se lo impide; esa maldita costumbre de ser libre. Una cucaracha se mueve libre por los suelos mientras la gente duerme sobre los escaños, soñando que están en un paraíso abstracto donde los vivos suben cuando están penando. Y a la puertas del paraíso, el apremio, el apuro se apodera del lugar, la gente corre de aquí a allá, los sollozos aparecen sin cesar, una fuerza inexorable aprieta sin asfixiar, la muerte ronda en aquel lugar, su arribo es inminente, su aliento gélido congela hasta el más valiente. Los llantos aparecen, la muerte ha dado su estocada final, ha tomado la vida que tarde o temprano se habría de llevar. Y la gente allá abajo, entre cafeína y tabaco, en la eterna espera habitual, no tiene la menor idea de que tan cerca la muerte ha pasado. La vida y su ironía; ese tren que no se detiene.
jueves, 17 de agosto de 2017
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