De un millón de estrellas, ¿por qué escoger la luna?
de un millón de labios, ¿por qué besar sólo el de una?
de un millón de recuerdos, ¿por qué uno nos rasguña?
de un millón de colores, ¿por qué ese nos impulsa?
de un millón de palabras, ¿por qué "soledad" es la más oriunda?
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En la vida, como en las matemáticas: sumas horas, restas días, multiplicas fantasías y divides en fracciones tu entero; la diferencia con tal materia es que sus operaciones son exactas mientras que nuestras aspiraciones nunca son vastas.
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Me gustaría conocer al dador de nombres, a quien asigna qué es que, a quien sentencia que un día es bueno, malo o regular, a quien etiqueta a tal o cual de patán o locuaz, a quien da al ganador posteridad y al perdedor momentaneidad, a quien da a los cielos divinidad y al infierno fatalidad, a quien premia lo popular y rechaza lo impopular; me gustaría conocerte y dejarte atrás...
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Los otros, o nosotros, se convierte en una expectativa destructiva tan grande como el añoro. ¿Por qué esperar y desesperar a ser reflejo en sus ojos, a oscilar en la afirmación? Suficiente tenemos con nuestras sombras como para aumentar el lastre.
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¿De qué quieres hablar? ¿Amor?
Demasiado profanado ¿Moral?
Un rompecabezas pocas veces armado
¿Ética? Nadie respeta ni las cicatrices en su cabeza.
En vez de eso, disfrutemos del silencio;
plácido y efervescente silencio:
el antídoto de nuestra civilización.
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Realmente me gustaría estar con ella en estos momentos, me gustaría rodearla y prolongar el deseo de tan extenso silencio. Pero lo que más me gustaría es saber con certeza ¿cuántas estrellas destellan sobre mi cabeza? ¿Cuántas palabras he escrito y continuo dando vueltas? ¿Cuántas imágenes eidéticas he acumulado con veinticinco años a cuesta? ¿Cuántas veces he estado aquí y sigo discurriendo tras mi puerta?
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Apenas bajo la mirada y ya ha oscurecido; que anodino pasaje tan repentino. Vigésimo quinta fracción de ser, ¿dónde has dormido todo este tiempo? ¿Cómo has sobrevivido a las inclemencias del tiempo? ¿Dónde te has refugiado si el amor no se aloja en tu cuerpo? No, no te esfuerzes por contestar cada una tal cual. No espero me digas qué será, dónde irás, pero sí cuándo tus cenizas esparcirás.
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—Andrea, prepárate, estás ante tus instantes finales.
Fue esa la sentencia de tan extraño hombre al momento que le apuntaba con un revolver justo donde la nariz encuentra su curvatura. Ella, asombrada y agitada, no tuvo otra opción más que callar y esperar mientras el luto le abordaba de repente.
—Más despreocupate—dijo—, el que yo tenga la pólvora no me convierte en verdugo. No si tú lo decides.
Ella, inhalaba y exhalaba con vehemencia. No entendía. No podía.
—Dime, ¿cuál es tu mayor logro en la vida? —preguntó—.
Y por un instante, el rojo de una sirena se posesionaba en su rostro, una ambulancia detrás de ella surgía como heraldo de nuestra mortandad. Entonces, se decidió a hablar:
—Ss... ss... sser madre.
Hubo un silencio y el arma descendió.
—¿Cuál es tu mayor miedo?
—Perderlos.
Nuevamente un sepulcro silencio y el martillo inclino su cabeza... ¡bang! El dolor descomponía su rostro y la sangre se desbordaba para su asombro. Y como amor de verano, poco a poco se volvía álgida mientras el sudor y las lágrimas se fundían en sus cuencas. Entonces él, se hincó y pronunció:
—¿Es ya el miedo parte del pasado?
Y se quedó allí, deslizándose en un festival carmesí.
—Si no te vas de aquí en 5, 4... prometo que desearás estar en casa con mamá cocinando galletas mientras escuchas historias de cuan bella era la vida antes de que la tecnología inundara cada hogar.
Mirándolo fijamente a los ojos, enervado tras sendas señas de baladrón, Javier, permaneció sentado esperando que aquellas palabras alejaran a singular personaje de tan aciaga velada. Y al ver que permanecía ahí, sin al parecer haberse inmutado con su discurso, Javier sumergió sus dedos a los bolsillos en su pecho y, con pluma y papel en mano, escribió. Al finalizar, le entregó el papel al bravucón aquel. Al abrirlo encontró el siguiente mensaje:
—¡Felicidades, ganaste! Ahora escoge entre el bolsillo izquierdo o derecho.
Incrédulo, asombrado por tan lacónico y, hasta cierto punto, risible mensaje, aquel hombre continuó bajo silencio. Bastó menos de un minuto y una mueca de "¿Hablas en serio?" para que emitiera respuesta; ésta fue: izquierda.
—Oh, ¿seguro que quieres esa?—replico Javier.
El hombre afirmó y, como fiel reflejo del viejo oeste, una pistola se asomó tras su bolsillo y su munición no tardó en derrumbar aquel vestigio de vida en la madera maloliente de un bar de mala muerte. Todos permanecieron en su lugar hasta que un diminuto hombre, de esos a los que se le da la silla en los autobuses para una buena labor social—y evitar que se de el madrazo de su vida-, tomó del suelo el papel, lo leyó y preguntó para no quedarse con el morbo:
—¿Qué había en el bolso derecho?
— La misma pistola. Pero ésta le apuntaba abajo. El chabón no estaría muerto.
Y una carcajada descomunal prorrumpió en aquel fatal lugar.
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—Si no te vas de aquí en 5, 4... prometo que desearás estar en casa con mamá cocinando galletas mientras escuchas historias de cuan bella era la vida antes de que la tecnología inundara cada hogar.
Mirándolo fijamente a los ojos, enervado tras sendas señas de baladrón, Javier, permaneció sentado esperando que aquellas palabras alejaran a singular personaje de tan aciaga velada. Y al ver que permanecía ahí, sin al parecer haberse inmutado con su discurso, Javier sumergió sus dedos a los bolsillos en su pecho y, con pluma y papel en mano, escribió. Al finalizar, le entregó el papel al bravucón aquel. Al abrirlo encontró el siguiente mensaje:
—¡Felicidades, ganaste! Ahora escoge entre el bolsillo izquierdo o derecho.
Incrédulo, asombrado por tan lacónico y, hasta cierto punto, risible mensaje, aquel hombre continuó bajo silencio. Bastó menos de un minuto y una mueca de "¿Hablas en serio?" para que emitiera respuesta; ésta fue: izquierda.
—Oh, ¿seguro que quieres esa?—replico Javier.
El hombre afirmó y, como fiel reflejo del viejo oeste, una pistola se asomó tras su bolsillo y su munición no tardó en derrumbar aquel vestigio de vida en la madera maloliente de un bar de mala muerte. Todos permanecieron en su lugar hasta que un diminuto hombre, de esos a los que se le da la silla en los autobuses para una buena labor social—y evitar que se de el madrazo de su vida-, tomó del suelo el papel, lo leyó y preguntó para no quedarse con el morbo:
—¿Qué había en el bolso derecho?
— La misma pistola. Pero ésta le apuntaba abajo. El chabón no estaría muerto.
Y una carcajada descomunal prorrumpió en aquel fatal lugar.
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