México es mi país. Por ende, me encanta hablar sobre él. Sobre todo desde que me sumergí en su psicología por medio de varios libros que tuve la oportunidad de leer. Lo primero que ha llamado mi atención es el poderío culturar y demográfico con el que cuenta. Los mayas y los aztecas, son mundialmente conocidos y unas de las civilizaciones más importantes en la historia de la humanidad. Tiene destinos turísticos excelentes. Playas por las que morirían países de elite así como lugares muy acogedores y ricos de historia que ya desearían nuestros vecinos del norte (Saludos a Santa Anna).
Ahora bien, algo que me alarma, que llama poderosamente mi atención es cómo se ve el mexicano a sí mismo. Para ejemplificar mi respuesta, trasladémonos a Nueva York con sus rascacielos. Digamos que el mexicano es uno de ellos. Imponente, con un panorama envidiable. Pero, ¿realmente se siente así? No lo creo. Más bien, se percibe a sí mismo como la pequeña licorería en el barrio más despreciable de la ciudad. donde el panorama es desalentador y el futuro brilla por su ausencia. Ese, señoras y señores, es el mexicano. El chiquitito, el del "sí se puede", el del "si Dios quiere", el del "llorar y llorar", el "siempre fiel", el de los chorlitos que nadan en la fuente del chorrito. Viva México, cabrón.
México ha sido un país violado históricamente. Y, como la persona que es violada, genera desconfianza, una especie de psicosis fundida y refundida con paranoia que colinda con la esquizofrenia (qué pinche perfil psicopatológico me acabo de aventar, no mames). No es de oquis que el mexicano desconfíe de su propio hermano, de su propio vecino, de su propio conciudadano. El miedo persiste aún después de tanto tiempo.
Ahora bien, lo más irónico de todo esto es que, el extranjero, pieza fundamental de nuestro viacrucis y calvario, es recibido con los brazos abiertos, cándidamente, visto con la misma ilusión del niño que torna su mirada a las alturas donde ve con ojos de grandeza a la persona frente a sí. Esperamos más de ellos, aunque de grandeza solo tenga los zapatos, que del paisano, de nuestro pariente en sangre y genética. Una especie de Síndrome de Estocolmo demasiado pervertido a través de los años.
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¿Realmente el mexicano tiene la capacidad de sobresalir? Sí/No. Sí, porque se ha sobrepuesto a los guamazos que se le han propinado a lo largo del tiempo. Porque ha tomado la mierda que le arrojan y convertido en algo orgánico. Ha sabido sublimar sentimientos de ira, rencor o enojo en algo más apropiado. Sin embargo, triste continua siendo que, el mexicano se comporte mejor entre más fuerte estén los palazos, entre menos apuesten por él, se siente mejor en el terreno de la victima que del visionario. El mexicano, al parecer, no conoce otra historia en la que no tenga todas las de perder; en su escudo, son la serpiente.
Y bien, ¿por qué no? Cierto es que hemos hecho de las cicatrices escamas. Pero lamentablemente seguimos nadando en la misma hedionda laguna rodeada de basura, de la negligencia del que pasa y le vale tres cuartos de madre si perjudica al de enfrente, a lado o al que pase, no somos como los tres mosqueteros "uno para todos y todos para uno"; somos más del "puto el que lo lea" o del "puto el que raje". Somos como el narcisista que juzga el mundo de acuerdo a sus dimensiones; y las del mexicano, lo que sea de cada quien, son pior que peor. Por eso sobresalir es distinción elitista. Sólo unos cuantos pueden presumir haber llegado lejos. En el fútbol, por ejemplo, Márquez y Sánchez; en la lectura, Fuentes y Paz. Y una vez más, a nivel individual (cual Pípila en la Alhóndiga de Granaditas) porque como sociedad, bueno, mejor ni hablar. Por eso luego, ante la escacez, se disparan los egos.
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