Me encontraba postrado en un banca, en un día de verano con el sol de frente y un puñado de gente paseando en derredor a mi, algunos tomados de la mano, otros en solitario y algunos más en bicicleta, cuando un señor, de aproximadamente 40 años de edad, se me acerca posando sobre mi ser una mirada de esas que dice: "eres tú al que busco". Yo volteo, impávido, devolviendo aquel juego de miradas; nunca había visto aquel tipo en mi vida. Cuando conoces a alguien, en tu cerebro empieza una especie de reconocimiento de rostros y los ojos empiezan a escudriñar, tratando de encontrar más detalles, como en una escena digna de "Robocop" o "Terminator". El hombre, toma asiento sin pedirlo, y en tono afable y leve me dice: "usted me debe". Permanezco en silencio unos instantes, tratando de procesar tal información cuando, el hombre, sin previo aviso, se pone de pie y se marcha. No identificación, no presentación, solo un mensaje y adiós.
Al día siguiente, en un centro comercial, entre un show de payasos y un gran número de personas que, entre otras cosas, hablaba de lo que la empresa quisiera que hablaran: el gran descuento en sus productos y el beneficio a sus bolsillos "¿puedes creer que este Rolex me haya costado solo $5, 000?" —no cabe duda que el mundo es un lugar divertido—; alguna que otra persona rompía el molde y guardaba silencio, ¡esos malditos rebeldes! Cuando, de repente, una vez más, aquel tipo ejecutaba el mismo procedimiento que el del día anterior, esta vez, lo único que variaba era la ropa —¿Abercrombie? ¿En serio?— y que en su mano derecha portaba un vale de descuento con la leyenda: "valido solo en tiendas participantes" que no era otra forma de decir "solo puedes canjearlo en nuestra tienda". Cuando los eventos ocurren una sola vez, advierten —y en ocasiones divierten— pero cuando se presentan reiteradas veces preocupan, alarman.
Esa noche llegue a mi casa con más preocupaciones que certezas, con más preguntas que respuestas —"¿quién es ese tipo?"—. Al tercer día, que sucedió 4 días después, me encontraba totalmente solo en las alturas de un puente contemplando la belleza del mar alrededor, un lugar al que solía acudir cuando deseaba encontrar tranquilidad, paz personal, un lugar al que siempre había llegado afirmar que era el único que visitaba. Todo iba de maravilla cuando, de la nada, un automóvil se para del otro extremo del puente y de él sale un tipo. Éste, se dirige a mi, en medio del anonimato que ofrecen una gorra y unos lentes (ambos, por cierto, de paupérrima calidad: la gorra de una compañía de pintura que cerró años atrás y los lentes de esos que dan vueltas en los aparadores de cualquier 7-Eleven como bailarinas de ballet), se lleva una mano al bolsillo y saca un celular; de él se escucha aquella voz musitar: "usted me debe".
En los próximos meses, el evento volvió a suceder constantemente. Todas ellas con diferentes personas pero todas portando la voz del misterioso hombre. A quien, por cierto, hacía tiempo que no veía pero si lo volvía a ver había jurado que actuaría.
Un año y medio después —sí, leyó bien—, en plena luna llena y con una fiesta en progreso de la cual se podían escuchar sus ecos —gente gritando, cantando, riendo—, me encontraba presa de mis pensamientos en el balcón de mi casa cuando en la esquina, justo detrás un señalamiento vial que invitaba a las personas a detenerse, reconocí una silueta que miraba directo hacia mi. Inmediatamente lo identifiqué: aquel misterioso tipo otra vez. Bajé, corriendo, dispuesto a llegar hasta su lugar; al llegar, lo encaré y le pregunté: "¿qué le debo?". El tipo no respondió. Solo sacó un papel de su interior y me lo entregó; al hacerlo se marchó. En silencio, aturdido al respecto, abrí el papel muy lento, casi en cámara lenta, como si se tratara de una escena crucial en la novela. Cuando logre reaccionar, leí aquel papel que decía: "usted nunca acabara de deberme porque jamas nadie lo hace. Como el día y la noche, aparezco y desaparezco con la única finalidad de que su deuda se vea incrementada. Usted se hace preguntas y éstas no le llevan a nada, usted hace lo necesario y pareciera que no ha hecho nada. Hoy le tocó a usted, así como ha habido otros antes. Así que, no se preocupe, tómese un té, que su vida nos pertenece en este instante". Al cerrar aquel pedazo de papel, entendí que me encontraba en un laberinto que ni él era capaz de entender.