"This is not the sound of a new man or a crispy realization. It's the sound of the unlocking and the lift away. Your love will be safe with me."

domingo, 21 de junio de 2015

Llámalo como quieras

Me encontraba postrado en un banca, en un día de verano con el sol de frente y un puñado de gente paseando en derredor a mi, algunos tomados de la mano, otros en solitario y algunos más en bicicleta, cuando un señor, de aproximadamente 40 años de edad, se me acerca posando sobre mi ser una mirada de esas que dice: "eres tú al que busco". Yo volteo, impávido, devolviendo aquel juego de miradas; nunca había visto aquel tipo en mi vida. Cuando conoces a alguien, en tu cerebro empieza una especie de reconocimiento de rostros y los ojos empiezan a escudriñar, tratando de encontrar más detalles, como en una escena digna de "Robocop" o "Terminator". El hombre, toma asiento sin pedirlo, y en tono afable y leve me dice: "usted me debe". Permanezco en silencio unos instantes, tratando de procesar tal información cuando, el hombre, sin previo aviso, se pone de pie y se marcha. No identificación, no presentación, solo un mensaje y adiós.

Al día siguiente, en un centro comercial, entre un show de payasos y un gran número de personas que, entre otras cosas, hablaba de lo que la empresa quisiera que hablaran: el gran descuento en sus productos y el beneficio a sus bolsillos "¿puedes creer que este Rolex me haya costado solo $5, 000?" —no cabe duda que el mundo es un lugar divertido—; alguna que otra persona rompía el molde y guardaba silencio, ¡esos malditos rebeldes! Cuando, de repente, una vez más, aquel tipo ejecutaba el mismo procedimiento que el del día anterior, esta vez, lo único que variaba era la ropa —¿Abercrombie? ¿En serio?— y que en su mano derecha portaba un vale de descuento con la leyenda: "valido solo en tiendas participantes" que no era otra forma de decir "solo puedes canjearlo en nuestra tienda". Cuando los eventos ocurren una sola vez, advierten —y en ocasiones divierten— pero cuando se presentan reiteradas veces preocupan, alarman.

Esa noche llegue a mi casa con más preocupaciones que certezas, con más preguntas que respuestas —"¿quién es ese tipo?"—. Al tercer día, que sucedió 4 días después, me encontraba totalmente solo en las alturas de un puente contemplando la belleza del mar alrededor, un lugar al que solía acudir cuando deseaba encontrar tranquilidad, paz personal, un lugar al que siempre había llegado afirmar que era el único que visitaba. Todo iba de maravilla cuando, de la nada, un automóvil se para del otro extremo del puente y de él sale un tipo. Éste, se dirige a mi, en medio del anonimato que ofrecen una gorra y unos lentes (ambos, por cierto, de paupérrima calidad: la gorra de una compañía de pintura que cerró años atrás y los lentes de esos que dan vueltas en los aparadores de cualquier  7-Eleven como bailarinas de ballet), se lleva una mano al bolsillo y saca un celular; de él se escucha aquella voz musitar: "usted me debe".

En los próximos meses, el evento volvió a suceder constantemente. Todas ellas con diferentes personas pero todas portando la voz del misterioso hombre. A quien, por cierto, hacía tiempo que no veía pero si lo volvía a ver había jurado que actuaría.

Un año y medio después —sí, leyó bien—, en plena luna llena y con una fiesta en progreso de la cual se podían escuchar sus ecos —gente gritando, cantando, riendo—, me encontraba presa de mis pensamientos en el balcón de mi casa cuando en la esquina, justo detrás un señalamiento vial que invitaba a las personas a detenerse, reconocí una silueta que miraba directo hacia mi. Inmediatamente lo identifiqué: aquel misterioso tipo otra vez. Bajé, corriendo, dispuesto a llegar hasta su lugar; al llegar, lo encaré y le pregunté: "¿qué le debo?". El tipo no respondió. Solo sacó un papel de su interior y me lo entregó; al hacerlo se marchó. En silencio, aturdido al respecto, abrí el papel muy lento, casi en cámara lenta, como si se tratara de una escena crucial en la novela. Cuando logre reaccionar, leí aquel papel que decía: "usted nunca acabara de deberme porque jamas nadie lo hace. Como el día y la noche, aparezco y desaparezco con la única finalidad de que su deuda se vea incrementada. Usted se hace preguntas y éstas no le llevan a nada, usted hace lo necesario y pareciera que no ha hecho nada. Hoy le tocó a usted, así como ha habido otros antes. Así que, no se preocupe, tómese un té, que su vida nos pertenece en este instante". Al cerrar aquel pedazo de papel, entendí que me encontraba en un laberinto que ni él era capaz de entender.

viernes, 12 de junio de 2015

¿A quién le importa?

Yo no me considero una persona científica. Mucho menos cercana a la ciencia. Pero si algo he aprendido de dicho medio es que se afirma cuando se comprueba. Por ejemplo, yo no puedo afirmar que una persona es "burra" porque reprobó 5 veces un examen. Hay muchos factores que alteran ese resultado desfavorable. El contexto, el sueño, la alimentación, la falta de estudio, etcétera. Por ende, no puedo afirmar sin primero ir descartando esas variables.

Tampoco es que el evento no nos diga nada. Al contrario, algo dice. Pero uno simplemente no puede bautizar un evento porque sí, darle un nombre. Y si se pregunta si esa persona ya lo trae de nacimiento, el hecho se considera pero al igual que los otros factores se comprueba. Cada detalle, por mayúsculo o minúsculo que sea, se le considera por igual. ¿A qué quiero llegar con todo esto? A la facilidad con que afirmamos, con la que juramos que algo es. Nos enfundamos en nuestro rol de juez, ese que dicta sentencia o exonera. Recordemos que la ciencia no vive de corazonadas o presentimientos, vive de hechos, de evidencias. Pero eso, ¿a nosotros qué nos interesa? Somos personas comunes y corrientes, no personajes de laboratorio, ¿cierto?

A mi llegó el título "El mundo y sus demonios" de Carl Sagan, científico americano renombrado que, sin acabar de leerlo aún, su principal cometido es el de vulgarizar la ciencia, hacerla cada vez más parte de la vida cotidiana, acoplarla a nuestro vivir. Y pensándolo, me resulta difícil imaginar que tal propósito se logre pues, ¿cuántos de nosotros, por ejemplo, se tomaría la molestia de dejar de lado la credulidad para preguntarse qué tan cerca de la realidad está ese horóscopo del día o si las noticias de hoy son autenticas o meras manipulaciones para atraer lectores o espectadores? Muy pocos, seguramente. Porque nos resulta más fácil afirmar que comprobar. Somos una sociedad —hablando de la mexicana— que no estamos acostumbrada a pensar mas sí a obedecer. Somos más dados a seguir pasos que a dar los nuestros.

Los tiempos que vivimos en la actualidad, no nos dan siquiera tiempo de checar si al automóvil le hace falta gasolina o la mascota tiene suficiente comida, menos aún cosas que requieren más de nuestra atención, razonamiento y disposición. Pero la ciencia no es únicamente comprobar —como lo planteé al principio— sino hacer más fáctica la realidad, desvulgarizarla, despopularizarla, quitar esas ideas compartidas entre la sociedad, casi casi que heredadas, y resignificarlas con algo más acorde a los hechos y no a creencias que la abuela o la mamá tenían o siguen teniendo. Dejar de creer, por ejemplo, que pasar debajo de una escalera o abrir un paraguas en un espacio cerrado es de mala suerte. La mala suerte no existe, existe el error o la equivocación; elementos más humanos que el anteriormente nombrado.

Hay quienes piensen que la ciencia es aburrida pero no es así. La ciencia es exigente. La ciencia no permite especulaciones o "lo que me dijo un amigo". La ciencia no permite titubeos. La ciencia es como el padre en este matrimonio con la madre naturaleza. Y hasta donde recuerdo, los padres son divertidos, los padres te dejan ensuciarte, te dejan desenvolverte, te dejan interactuar más de cerca con el mundo, te enseñan bajo el método ensayo-error. Cierto: sin la madre no hubiera vida pero sin el padre no la conociéramos en su máximo esplendor. Así que démosle su merecido lugar y agradecimiento.